Caso hipotético A: Un abogado cuya práctica es 90% civilista acude a una audiencia de flagrancia –penal- de supuesto delito de estafa a defender a un cliente que se lo acusa de cometer una infracción. Al término de la diligencia, el cliente sale caminando de la sala.
Caso hipotético B: Un abogado cuya práctica es 90% penal acude a una audiencia de flagrancia de supuesto delito de estafa a defender a un cliente que se lo acusa de cometer una infracción. Al término de la diligencia, el cliente sale caminando de la sala.
Para el observador externo no habría una mayor diferencia, dado que el resultado que salta a la vista objetivamente es que el cliente pudo salir sin que se le haya dictado la medida de prisión preventiva. Mas, si examinamos las actuaciones de cada profesional (al cual en el ejemplo le hemos dado el mismo caso), notaremos resultados diferentes: En el caso A el cliente salió libre gracias a las medidas sustitutivas de prohibición de salida del país y de presentarse cada cierto tiempo ante la Autoridad, es decir, el proceso continuará contra él; mientras que en el caso B, el profesional del derecho logró argumentar con eficacia que los elementos por los cuales se estaba tratando de iniciar un proceso penal no estaban reunidos y por lo tanto la detención había sido inconstitucional, por lo que el cliente no solo recuperó su total libertad, sino que incluso podrá estudiar acciones contra quien lo acusaba sin tener todos los sustentos jurídicos.
Como se aprecia, los resultados vistos de esa forma empiezan a marcar una distancia importante. Esto debido a la pericia específica de cada abogado que intervino. En lo personal, no sé si es adecuado catalogar al abogado de “civilista”, “penalista”, “laboralista”, etcétera, por cuanto a fin de cuentas todos somos graduados en la ciencia jurídica y hemos aprobado un cúmulo de materias más o menos uniformes en las distintas universidades para recibir nuestro título. A pesar de esto, no es menos cierto que la experiencia y conocimiento que se puede obtener de la práctica continua de una determinada área puede dar la ventaja a una puntual posición dentro de cualquier tipo de trámite o proceso.
En el país cada vez más están surgiendo –parecido a lo que sucede con los médicos-, estudios jurídicos que se dedican de forma exclusiva a una determinada actividad (siendo la propiedad intelectual y la tributaria ejemplos muy claros), lo cual no solo conduce a estos estudios a manejar un volumen interesante de clientes propios, sino que además son contratados a su vez por otros despachos para atender los asuntos del área en la que son expertos. A pesar de esto, no me atrevo a prever si a futuro solo existirán despachos especializados que generen la desaparición de las oficinas que presten asesoría integral.
Hay un adagio que dice que todo abogado “hace un divorcio por mutuo consentimiento, constituye una compañía y registra una marca”. Puede que este adagio responda un poco a que los abogados podemos realizar ciertos trámites que no son muy complicados en cuanto a su materialización; sin embargo, a pesar de esto, el especialista hasta en los trámites catalogados como sencillos podrá conducir mejor el mismo para obtener un mayor grado de certeza y fiabilidad. Como siempre digo, en la práctica del Derecho hay espacio para muchas “versiones” de abogados: el litigante, el académico, el asesor, el oficinista, el administrativo, y la lista puede seguir. Lo importante es saber y conocer hasta dónde llega nuestro conocimiento teórico y práctico de la necesidad del cliente, para determinar –con la mano en el corazón- si lo podemos ayudar o no, porque estoy convencido, aquí hablo por experiencia propia, que la gran mayoría de casos y trámites que llevamos como profesionales lo hacemos porque sinceramente queremos darle una mano al cliente. Resta decir la gran importancia de dar una buena opinión o asesoría al cliente, que se juega dinero, prestigio y tiempo dependiendo de nuestro consejo.
Termino esta entrada atípica en el blog agradeciendo como siempre vuestra visita.